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Foto: La Voz de los Andes |
El último
jueves, el país se convirtió en escenario. Pulularon a lo largo y ancho del
territorio una multitud de marchas donde ciudadanos descontentos, enojados,
perturbados y asustados por las políticas nacionales del kirchnerismo slieron a
manifestarse.
Ordenar la
multiplicidad de imágenes que recreó ese acto es de notoria dificultad, no
obstante, puede constituir, paradójicamente, una celebración de la política.
Legitimidad e ilegitimidad en la historia
Los
debates historiográficos disienten sobre cuál fue el origen de la
institucionalidad argentina: la corriente denominada liberal u “oficial” que
abreva en los postulados fundantes de Bartolomé Mitre, indican su hito entre
Caceros y Pavón y reconocen en la sucesión Mitre-Sarmiento-Avellaneda la solidificación
de ese mandato ilustrado que militaban en la guerra y en la paz los notables de
finales del siglo XIX. Por otra parte están los denominados revisionistas
históricos que entienden que en el férreo ejercicio del poder en manos de Rosas
y su negativa a la institucionalización nacional antes de la de las provincias,
hay un paso previo que está reconocido en el principio constitucional de que
las provincias son anteriores a la nación.
En
cualquier caso, el triunfo del Ejército Grande institucionalizó la historiografía
y de lo que se trata, finalmente, es de lecturas y no de verdades.
Los
notables, patricios que escribieron la historia de los padres de la patria,
construyeron un país, una razón y una verdad. La vehemencia de su éxito en
primera persona los hizo subestimar los desafíos, aunque tampoco puede
achacárseles las prácticas fraudulentas ya que para la época el sufragio
universal era un exotismo aún en las sociedades europeas más avanzadas. En los
debates democratizadores en torno al Centenario, Eduardo Wilde, quien fuera
Ministro del gobierno de Roca, llegó incluso al límite de sostener que “el
sufragio universal sería el triunfo de la ignorancia universal”.
No
obstante la obcecada ceguera de algunos notables de entonces, los sectores más
lúcidos, quizás temerosos de que su porfía desencadene revolucionariamente como
el México de Porfirio Díaz, aprobaron la denominada Ley Sáenz Peña. A partir de
ese instrumento cambió la suerte de unos y otros. Nuestra oligarquía, compuesta
por fisiócratas trasnochados en plena era industrial que fundaban su hegemonía
en el casamiento entre el poder político y el económico que hundía sus raíces
en la pampa húmeda, se quedó sin el monopolio del instrumentos del poder formal
del Estado, y quienes hasta ayer deslegitimaban su régimen vieron cómo su causa
se institucionalizaba.
La
Protesta, La Vanguardia, “la causa”
y “el régimen”
Mientras
la oligarquía detentó a fraude, sangre y fuego el poder del Estado surgió ante
ella un conjunto heterogéneo de impugnadores. Las razones y suerte de cada uno
acercan luz sobre las lógicas políticas que nos interpelan en estos días.
La Protesta fue el órgano
periodístico del Anarquismo que se hacía fuerte en aquellos tiempos de
idealismos absolutos y oposiciones sistémicas al régimen capitalista. Las
características de su impugnación eran diferentes al resto de las de su época,
el anarquismo renegaba de las instancias orgánicas, profesaba ideales
igualitarios sin conducción política, con una guerra sin cuartel al capitalismo
y la explotación de los hombres, que en aquellos tiempos no contemplaba dudas
humanitarias. Como sabemos, en aquellos tiempos el capitalismo y la democracia
avanzaron cada vez más desde la desregulación hacia la regulación, del laizzes
faire al concilio del capital y el trabajo. Ese tránsito de organicidad, de
institucionalización consensuada del conflicto social y económico, terminó de
enterrar la viabilidad de la protesta sistémica pero inorgánica, la acción
directa perdió margen frente a un sistema reformado que incluía al otro dentro
de su escenario y el anarquismo perdió la batalla con la política.
Frente a
esta experiencia crecía, también por izquierda, La Vanguardia, como órgano
oficial del Partido Socialista. Si bien los objetivos de largo plazo podían
trazar vínculos programáticos entre ambos movimientos izquierdistas, era
radicalmente opuesta la actitud frente a la organización social y política y la
voluntad de construcción de proyectos mayoritarios con capacidad de gobierno.
La idea de vanguardia, cara a la visión iluminista que los socialistas de
entonces compartían con los notables de la oligarquía, colisionaba con la
visión anárquica que renegaba de la idea de conducción. En esta línea, no es
extraño que a la luz de lo planteado en el párrafo anterior acerca del
derrotero de la política en la primera mitad del siglo XX, los socialistas
hayan crecido en representatividad en detrimento de los anarquistas. Cuando la
política es consecuencia de la democratización su capacidad disruptiva se institucionaliza
y poco margen queda para las mecánicas destituyentes (aunque esto no siempre quiera
decir golpe de Estado, es claro).
Las
lecturas clasistas derivadas de teorías sociales y económicas no tuvieron
predicamento extensivo en la cultura política nacional. Sí tuvo ese
predicamento un discurso novedoso de la época que articulaba con retórica vaga
un conjunto de demandas heterogéneas. Al radicalismo no lo guiaba una
confrontación en el plano teórico sino una confrontación a un proyecto político
hegemónico en manos de la oligarquía. Alem e Yrigoyen, que habían declarado la
revolución reiteradas veces al régimen oligárquico, nunca hablaron de
socialismo ni de lucha de clases, vinculaban su revuelta a la demanda de
institucionalización, sintetizaban en “la causa nacional” las aspiraciones
genéricas de la clase media urbana y rural que cosechaba los beneficios
subsidiarios del modelo agroexportador pero demandaba democratización política.
Este tipo de discurso sería luego catalogado, a izquierda y derecha, de
populista, por la amplitud del bloque social al que aspiraba representar y el
escaso apego a los cánones de lectura política vinculados a la teoría liberal
que trazaba el quiebre en la idea de partido de intereses.
Estos son
claros ejemplos del modo como la institucionalización de los conflictos
sociales, políticos y económicos en torno a la construcción de mayorías capaces
de conducir procesos de transformación (independientemente de sus lineamientos)
venció a las lógicas inorgánicas, o que predicaban una ontología del superior
interés del individuo antes de su constitución como cuerpo social.
Sólo hubo,
si, triunfos coyunturales, relativos y hasta estructurales de las lógicas
destituyentes cuando su organicidad estuvo dada por su pertenencia fáctica a
los sectores del poder económico concentrado, el equivalente actual a la vieja
oligarquía. Recordemos que ante el surgimiento de los dos grandes movimientos
políticos que impulsaron la constitución de bloques sociales promotores de
proyectos colectivos amplios y policlasistas con ejes en sectores medios y
bajos, dejaron prácticamente excluidos de la representatividad orgánica a los
sectores dominantes de la economía nacional. La tradicional oligarquía
agroganadera no pudo trascender su hegemonía luego de la Ley Sáenz Peña y tampoco
lo logró cuando el peronismo vehiculizó las conquistas sociales subordinando
intereses patronales a un proyecto de desarrollo estructurado desde el Estado.
No quedó opción a los sectores dominantes que promover la representación de sus
intereses a través de lo que se denominó el partido militar. Una y otra vez,
ante radicales y peronistas, la carencia fundacional de las clases dominantes
vernáculas para constituir herramientas electorales con capacidad para la
competencia electoral derivó en movimientos desestabilizadores y, finalmente,
golpes de Estado.
Variaciones sobre la coyuntura: de cómo la
virtud es un déficit
Antes de
proseguir, vale aclarar que pese a desvaríos destemplados, nada de lo
acontecido en las calles del país sugiere la existencia extendida de voluntades
golpistas. Distinto es decir destituyentes. Veamos.
Tal como
mencionáramos, la protesta era el nombre que se daban a sí los anarquistas, que
servía como síntesis de una forma de concebir y delinear los fines de una
determinada lucha política. Pero también la experiencia enseña que la
descomposición de los lazos sociales, que dan sentido e identidad a las
manifestaciones políticas, es lo que permite que su lógica destituyente de
declamación de males, ausencias y carencias sin correlato de organización, sirva
como herramienta de debilitamiento de la institucionalidad que se pregona
defender, ante el avance de poderes contramayoritarios anclados en algunos
actores económicos.
El elogio
de la espontaneidad, de la inorganicidad, de la falta de pertenencia, de la
autoconvocatoria y de la apoliticidad, forman parte del conjunto de lugares
comunes del discurso convocante que implican, en los ideales neoliberales que
aún hegemonizan la cultura posmoderna, un capital de crítica frente al
resultado del ejercicio político partidario. No obstante, en ese elogio hay
buena parte de las carencias programáticas o proyectivas de lo y los allí
manifestados. La negación de las formas de organización que son capaces de
estructurar proyectos colectivos que den sentido y canalicen las demandas
heterogéneas planteadas, sólo tienden a consolidar la dinámica destituyente que
caracteriza a toda protesta inorgánica.
Lo
esperable de aquí al futuro es que ese conjunto de demandas y demandantes transformen
su protesta destituyente en una organización que sea competitiva
electoralmente, que organice la priorización de sus objetivos y los pueda
vincular a la construcción de un bloque social que, para ser mayoritario,
deberá fundirse en otros sectores y perder la homogeneidad mostrada en cámara y
también visible en la plaza de nuestra localidad.
El 18-A en la Plaza San Martín
El “antikirchnerismo”
explícito de los últimos días tiene, además de la multiplicidad de demandas
heterogéneas difíciles de conjugar en un proyecto, distintos sectores ideológicos
involucrados en su escenificación, aunque una pertenencia común a la clase
media. Como sabemos, los hay ideológicamente antiperonistas, en mucha menor
medida peronistas antikirchneristas y luego sectores que encuentran
insatisfacción en fondos y formas que promueve el actual gobierno.
Lo que es
claro es que es muy difícil, si no caprichoso, intentar trasladar las razones
de la manifestación del jueves a una Plaza San Martín de cara al edificio municipal.
En ese sentido, la presencia repentina de dirigentes políticos locales en la
plaza da cuenta de una voluntad figurativa que es en sí objetada hasta por los
mismos “autoconvocados”. Caminar entre los manifestantes y encontrar allí al
concejal vecinalista Alberto Bruno, quien hasta hace semanas atrás reivindicaba
políticas nacionales, proponía nombrar Néstor Kirchner a la avenida costanera y
lanzaba encendidas loas al extinto presidente venezolano Hugo Chávez, buscando
la complacencia y complicidad de notables asistentes de la aristocracia del
barrio, no puede sino desprestigiar el sentido profundo de la política y
dificultar aún más la organización de la heterogeneidad inorgánica de la
protesta. Sólo en el caso en que el escenario local avanzara, improbablemente, hacia
una lógica de diferenciación confrontativa a imagen de la escena nacional, un
emergente como el vecinalista Bruno podría cosechar de las migajas extremas de
esa furia. El mencionado referente, sostiene este escriba, es incapaz para
erigirse como representante de esa amplia gama de sectores y los contenidos que
expresan sus enojos. Trazar las líneas que hilvanen esa heterogeneidad es
delinear un proyecto político que institucionalice las demandas, y el concejal
Bruno, por su discurso, por su impronta, por su ideología y sus prácticas
políticas carece de esa capacidad y sólo podría ser declamador encendido y
ocasional de la persistencia inorgánica de la mecánica destituyente.
Frente a
este escenario, los proyectos políticos serios que se disputan cierta hegemonía
en la localidad (fue dicho en la columna Las herramientas y la hegemonía)
son el MPN y el Acuerdo Político, y tienen por delante la construcción de la
recomposición de los vínculos políticos con los sectores que expresan
inorgánicamente sus demandas. Entiende este escriba que los allí expresados
tienen más chances de verse representados por el MPN y Nuevo Compromiso
Neuquino (si se cerrara el armado con Querejeta en la localidad) que por el
Acuerdo Político, pero de la seriedad de los proyectos y de su perspectiva como
eficaces herramientas de vehiculización de las demandas también es que se
construye la voluntad de sufragio y no exclusivamente a partir de preceptos
ideológicos. Es por esto que tensar la
ideologización de la lectura sólo contribuye a abroquelar a estos sectores en
un antagonismo irreductible contra las estructuras políticas
institucionalistas, arrojándolos en manos de discursos incendiarios. En esa
frialdad está la clave para desactivar y canalizar positivamente
(independientemente del proyecto que lo haga, y seguro será más de uno
lógicamente) el potencial destituyente que alberga la consolidación de una
fragmentación extremada que, intuye este escriba, no contiene más razones
concretas que aún vagas apelaciones simbólicas.
Sólo excede
el marco de representación de estas ofertas un pequeñísimo grupo que plantea
recursos extremos, aquellos herederos ideológicos de los sectores dominantes
que desde la institucionalización de principios de siglo pasado en adelante
quedaron por fuera de las estructuras de representación política mayoritarias y
por ende buscaron institucionalizar sus demandas a través de los recurrentes
golpes de Estado. Es saludable constatar hoy la marginalidad de esas lógicas.
La paradoja
Finalmente,
la paradoja marca que los demandantes que reniegan de la cultura populista que
abriga el proyecto kirchnerista en su ADN de construcción política, expresan un
conjunto de demandas heterogéneas y una fundamental vinculada a la “unidad
opositora” que constituye en sí mismo todo un programa populista. Es interesante
puesto que la razón de la política, tan denostada en la protesta, consiste en
dar solución a la evidente contradicción entre la búsqueda de la razón pura (idealismo)
y la búsqueda de la razón práctica (pragmatismo). En este sentido, a más de lo
mejor o peor posicionado de cada sector frente a la consolidación de este
emergente, por la comprensión de la lógica que implica, el kichnerismo sigue
siendo la estructura política más capacitada para institucionalizar el desorden
destituyente. Vale como ejemplo el salto del 31% al 54% que dio entre 2009 y
2011. Importa remarcar, en sólo dos años.
De la inteligencia
del actual gobierno en eludir cualquier tipo de confrontación con la vaguedad
conceptual de los protestantes (ya que la autoconvocatoria no reconoce aún
dirigencia), habrá muchas de las chances de recomponer los vínculos que
incorporen a porciones de esos sectores al bloque social heterogéneo que debe
sostener cualquier proyecto que busque consolidar una hegemonía político
cultural extendida en el tiempo.
Emilio R.